(me encantaría que esta foto hubiera sido tomada por mí)La Paulina
Escrito en abril de 2001
Nunca he sido de los que se arrepienten de haber pasado o no por ciertas experiencias. Siempre he renegado a hacerme el maricón con mis propias historias. Así me paré frente a la Paulina, con toda mi carga, enmierdada según las mujeres de mi generación, pero mi carga al fin, mi médula existencial.
Hacía un año que me había separado de la Bernardita, una mina periodista igual que yo, pero que me aceptó lo de lana en la pura universidad. Después trató, con toda la sicología a su alcance, de demostrarme que ser un top de televisión era la prueba máxima del éxito profesional. Nunca asumió, que mi discurso era de verdad. No, la Bernardita era la mina, nada de tonta, pero con ambiciones de los ´90. Tenía los ojos puestos en el sillón de las periodistas del canal más visto, que en ese minuto era el único que le daba un espacio destacado a las mujeres.
Duramos 6 años casados. Pudo ser menos, pero crecí creyendo que pese a todo, el amor era una cosa importante, que había que jugárselas hasta el final. Lo que no capté antes, fue que el final fuera tan hastiado, sin ánimo ni para discutir de quiénes son las cosas. Ella nunca podrá decir que yo fui “el malo”; yo tampoco la voy a recriminar por sus estados neuróticos de los últimos tiempos, no es de caballero, creo. No resultó no más. Aunque sí debo reconocer que espero que algún día ella vea que los sueños no se ahogan en las iglesias cuando uno dice que “sí” se quiere casar. Los sueños se pueden cumplir. Y que entienda que lo que me ocurría cuando estaba con ella imbuido en esa media empresa que era construir una familia, no era producto de un alargamiento de mi inmadurez, ni de mi embriaguez creativa, sino de la cuota de humanidad que siempre pensé en mantener.
Tuvimos una hija, la Antonia, mi pequeño milagro y de quien espero compartir todas las trizaduras y construcciones de las que puede ser capaz de crear su padre o sea, yo. Sí, porque sé que la Antonia tiene harto de mí. Lo noto en su mirada cómplice que sólo una niña de cinco años puede darme.
Yo trabajaba como periodista de un servicio público, pero le podía quitar un poco de tiempo a la hora de colación para escribir mis poemas, para dar vueltas por Huérfanos y chocar con el cerro Santa Lucía y retroceder por un camino intercalando librería tras librería.
En eso estaba cuando conocí a la Paulina, tratando de reconstruir mi historia y de recuperar la fuerza de los sueños que alguna vez creí insustituibles.
Estaban naciendo las ganas de contarle a una mujer, todo lo que yo quise construir como persona, incluso como parte de la sociedad y en la cagada que estaba dejando nuestra generación, tan llena de tecnicismos, de éxitos forzados y poco medulares; de formas y no contenidos, pero contarle a una mina que estuviera en lo de uno, no como la Bernardita, pero tampoco imaginé que me enamoraría de una mujer como la Paulina.
Sí, porque la Paulina con sus 22 años era una mujer, de esas que pasaron por un colegio alternativo y que sus papás nunca le dieron un no por respuesta, sino una explicación. Y ese carácter, esa asertividad y al mismo tiempo esa desconcertante ingenuidad, me fueron atrapando. Ella tenía los ojos vivaces, la mirada firme y una risa espontánea y fuerte, pero también era de las que se emocionaba con facilidad.
La Paulina tenía una pareja con la cual vivía desde hace dos años y eso, también la hacía ya una mujer. Una pendeja que a los 20 decide meterse en los laberintos de construir de a dos y al mismo tiempo, no perderse a sí misma, era una apuesta que ella, aparentemente, había hecho con certeza mientras yo vivía con una desconstrucción a cuestas.
Tuvimos que trabajar juntos en una campaña comunicacional. Ella como diseñadora y yo como periodista. Me llamó la atención desde que la vi, pero no fui yo el que dio el primer paso.
Un día en que tuvimos que quedarnos solos hasta tarde, mientras se tomaba el pelo con las manos, me invitó a tomar algo “…como una cerveza –dijo- Por todo el esfuerzo que hemos hecho, ¿no te parece? ”.
Cuando salimos de la oficina, por calle Moneda hacia Miraflores, sentí que podía ser una especie de padrino de ella. Yo tenía experiencia, un cuento y... miedo. Pues si bien su asertividad no disimulaba su poca edad, yo no quería arriesgarme a abrir mis espacios, contar mis historias, mis ideas en un ser que podía no entender nada. Pero ella me escuchaba con tanto entusiasmo, que todo empezó a tomar sentido.
Y mientras más tomaba sentido, más me agarraba el vértigo de comenzar una historia incompleta. Ya conocía muchas historias donde un hombre fuera parte de un triángulo y él como protagonista, pero no al revés, menos si se trataba de una mujer 20 años menor que yo.
Al vuelo de la campaña comunicacional fuimos tomando confianza y dejando crecer una atracción reconocible hasta por las murallas. Era una sensación violenta y agradable. Yo no quería estar solo, pero tampoco quería una aventura. Mientras pude, mantuve la frialdad para reaccionar ante cualquier pasaje romántico, pero las cosas me fueron superando. A veces sentía que ella tenía las cosas más claras y me sentía víctima de una aventura que quería mandarse una minita de 20 años con un cuarentón como yo…, de sólo pensarlo me sentía ridículo.
Pero un día me besó y me volvió el alma a la cabeza.
-¿y esto?- pregunté.
- Quería darte un beso- dijo con envidiable naturalidad.
- Pero estamos en la oficina y puede venir alguien - interpelé torpemente.
- Oye, yo debería estar más asustada que tú, relájate - rió.
- ¿ Por tu pareja ?!- reaccioné con ironía.
- Claro, porque yo soy una mujer comprometida, con un hombre que me espera en la casa - rió a carcajadas. Carcajadas que interpreté mal, que pensé me estaban dando una señal de su interés por mí.
Los días se fueron dando llenos de escenas truncas, que ni los poemas me lograban hacer remontar, pensé decirle que probáramos y viéramos qué resultaba entre nosotros, pero al minuto me arrepentía. Encontraba absurdo estar atrapándome en esta historia que no podía manejar y de la cual todos los testigos tenían mejores cosas que decir. Porque entre nosotros en definitiva, no pasaba nada.
Teniéndola tan cerca, gustándome diariamente, no lograba ni cortar ni construir. Es que ella manejaba un límite que yo no podía dominar, estaba lleno de sensaciones y palabras no dichas y se daba todo por supuesto: la atracción y la imposibilidad.
El día que terminamos la campaña pensé invitarla a mi departamento. Era de noche, ya no había secretaria ni nadie por el piso, al menos. Estábamos solos en la oficina de un edifico público. Y la Paulina se acercó decidida. Se sacó la blusa, el sostén y me abrazo. Yo la besé con impaciencia; también me desvestí a medias…la alejé un poco de mi cuerpo para mirarla, para reconocerla, pero no podía distinguir qué buscaban sus ojos en mí.
Hicimos el amor arriba del escritorio, la penetré y me fui volviendo loco con la humedad que corría por sus piernas hasta escuchar el gemido, ahogado e intenso, de un orgasmo de verdad.
Abrazados en silencio, me distraje por las carpetas de la campaña terminada, pero en el fondo me sentía relajado y eufórico. Estaba incluso dispuesto a dormirme en el suelo de esa oficina estatal, pero ella reaccionó o despertó o recordó…Se vistió. Me apuró para que yo hiciera lo mismo y nos fuimos envueltos por un mutismo que se rompió sólo cuando ella subió a una micro en la Alameda y me dijo “nos vemos mañana”.
Al otro día ella actuó como si nada hubiera pasado entre nosotros y seguramente con la certeza de encontrar otro breve momento para estar solos de nuevo. Cuando eso ocurrió me contó que su pareja se iba de viaje por un mes y que era la primera vez que iban a estar tanto tiempo separados, que iba a ser difícil.
- Otra nueva experiencia, ¿viste? - me comentó coquetamente como niña chica.
-…claro, otra nueva experiencia - respondí atragantado.
Me sentí aplastado por esa pendeja de 20 años, que no reconocía esta historia. Entonces decidí alejarme, pero dudé si tenía que avisarle o no.
Finalmente lo hice, le dije que yo era un hombre de cuarenta y dos años, con una vida a mis espaldas y una digna mirada sobre el futuro y que no podía darle rienda suelta a un sentimiento que pudiera destruir otra relación como la que ella tenía. En esto último mentí, mi idea era hacerla desaparecer de mi vista. Entonces, me prometí cerrar todas las puertas posibles y hablar exclusivamente de pega.
- Suerte entonces- me dijo con un pragmatismo cartesiano.
Estuve un buen tiempo con la mitad del cuerpo adormecido, escéptico y, aunque me costara reconocerlo, adolorido.
De la Paulina no supe más. La última vez que la miré a los ojos, me dijo que se iba a España con su pareja, que se había ganado una beca y que tenía el futuro por delante. Mientras, yo decidía optar por el futuro y por creer en retomar mi camino, si es que hay uno. Y encontrar a esa mujer que quisiera compartirse. Contando con todo el tiempo y los espacios posibles. Y sentir, que la plenitud existe por un rato más largo que un orgasmo de verdad.