Por Valeria Solís T.
Dentro
de la diversidad de propuestas latinas más o menos dramáticas, el cine
argentino parece sentirse cómodo haciendo guiños a un estilo donde más que el argumento,
gana la palabra y más que el estereotipo gana el universo de cada uno de los
personajes. Personajes que leen, recitan, hacen el amor o toman café con el
mismo interés como disfrutan del fútbol. Asimismo, los argumentos por donde se
pasea la creatividad cinematográfica son transversales: desde los dolores de la
dictadura o la historia del lúcido jubilado que tiene que rehacer su vida en
los campos de Córdoba; o el joven que “reconoce” a su exitoso y egoísta padre
cineasta tras años de separación. Tampoco quedan fuera del celuloide las
referencias históricas que parecen tan necesarias como el presente de los
personajes. Lo mismo ocurre con sus íconos del fútbol, la música o la
literatura que se pasean sin problema en las cintas. Es que el cine trasandino
parece no hacerle el quite a nada, ni a su historia, ni a su presente, menos a
sus problemáticas, sueños y obsesiones.
RACCONTO
Hace
casi 30 años, como una suerte de cinta escandalosa se estrena “Camila” (1984)
de María Luisa Bemberg. Un largometraje sobre el amor prohibido entre la
aristócrata Camila O´Gorman y el sacerdote Ladislao Gutiérrez donde el poder de
la iglesia unido al económico resultaban ser una bisagra social inquebrantable
-era en 1847-, pero atreverse a materializar el amor entre ambos eslabones era
un escándalo sólo superado por la muerte. Es así que esta historia basada en un
hecho real concluye con el fusilamiento de los protagonistas.
Al
año siguiente se estrenan dos cintas inspiradas en la realidad: “La Historia oficial” de Luis Puenzo
(1985) que obtendría un Oscar como mejor película extranjera y “La noche de los lápices”. La primera,
protagonizada por dos destacados actores del cine argentino: Héctor Alterio y
Norma Aleandro, muestra la historia de Alicia, esposa de un agente de la
dictadura, quien se da cuenta que la pequeña hija adoptada por ambos, puede ser
en realidad hija de Gabriela, una detenida desaparecida. El encuentro de Alicia
con una de las tantas abuelas de la plaza de mayo conmueve: “No llore, porque
llorar no sirve, yo sé por que se lo digo, llorar no sirve” le advertiría ante
el posible desenlace. Por su parte, “La
noche de los lápices” (Héctor Olivera, 1986), recrea crudamente los últimos
meses de seis estudiantes secundarios de la provincia de La Plata, líderes de
un movimiento estudiantil, que con la llegada de los militares fueron
secuestrados, torturados y desaparecidos. De
temática similar, aunque con una mejor factura visual, conoceríamos una década
después la cinta “Garage Olimpo”
(Marco Bechis, 1999), que muestra el secuestro de una activista social, en un
centro clandestino y que tras su infructuoso intento por compadecer a uno de
sus carceleros es lanzada viva al mar. Tres cintas inspiradas en la violencia
de la dictadura y que calarían más por la empatía hacia los argumentos, que por
su propuesta audiovisual.
En los años ´90 aparecen propuestas más lúdicas, con
personajes singulares que terminan dando lecciones de humanidad. Es el caso de “Hombre mirando al sudeste” de Eliseo
Subiela, donde el protagonista Rantés nos invita a reflexionar sobre la
indolencia contemporánea, confrontando al espectador con la
incoherencia humana de poder sentir y sin embargo, no hacer mucho al respecto
“Ustedes se han vuelto locos de a poco por no reconocer esos estímulos” –nos
recuerda el protagonista extraterrestre. Después Subiela nos involucraría con
la historia del poeta Oliverio, interpretado magistralmente por Darío
Grandinetti en “El Lado oscuro del
corazón” (1992), quien recita poemas a cambio de limosnas, pero más
surrealista aún, hacía caer a un foso a las mujeres desde su cama después de
hacer el amor con el objeto de encontrar a la que supiera volar. Sin embargo,
quien termina volando es el público amante de la literatura con los versos de
Mario Benedetti (quien aparece en algunas escenas vestido de marinero), Juan
Gelman y Oliverio Girondo, que se entremezclan con acierto y gracia. La
película tendría una segunda parte el 2001, pero no prendería como la primera
versión.
Otra
mirada la daría “Tango feroz, la leyenda
de tanguito” (1993) una suerte de homenaje a José Alberto Iglesias
(1945-1972), uno de los padres del rock argentino quien con una sola canción de
éxito y mucha inestabilidad termina sus días atropellado por un tren en la
Estación Palermo. Se construyó entonces una historia de ilusión juvenil,
adicción a la música y a las drogas, donde el sistema neoliberal era el enemigo
del arte y de las ideas. “Yo recuerdo algunas cosas que hoy tengo claras, todo
no se compra, todo no se vende. Conozco una lista interminable que no son la
seguridad: soy capaz de soñar sueños” dice el protagonista. Las canciones
compuestas en su mayoría por Luis Alberto Spinetta permitieron que el
soundtrack tomara vida propia.
LA MEJOR PLUMA
AUDIOVISUAL
Paralelamente y sin quitarle mérito a otros
directores, Adolfo Arastarain y Juan José Campanella, con una generación de
diferencia de por medio, son los dos grandes contadores de historias
audiovisuales de las últimas décadas. Ambos tiene en común haber trabajado para
el cine norteamericano; haber recibido la nacionalidad española; tener actores
fetiches (mientras el primero trabaja con Federico Luppi y Cecilia Roth; el
otro hace lo suyo con Ricardo Darín, Eduardo Blanco y Soledad Villamil) y por
sobre todo, una gran pluma para escribir guiones con lúcida crítica, emoción y
humor.
En “Lugares comunes”, “Un lugar en el mundo” o
“Martín H”,Arastarain nos presenta en una correcta formalidad audiovisual,
historias entrañables donde con inteligencia y perspicacia se trasluce, por
ejemplo, el amor contradictorio por su país: “Argentina no es
un país, es una trampa. La trampa de que te hace creer que puede cambiar. Lo
sientes cerca, que no es una utopía, que ya es mañana y siempre te cagan”, dicen algunos de sus personajes; también se asoman
los dolores: “Hay un país que nos destruye, un mundo que nos expulsa, un
asesino difuso que nos mata día a día sin que nos demos cuenta”; o la falta de expectativas en el mundo
contemporáneo: “el futuro es un invento, pero eso es filosofía, la vida es otra
cosa” y la rebeldía: “Me seducen las mentes, me seduce la
inteligencia, me seduce una cara y un cuerpo que los mueve un cerebro y vale la
pena conocer, conocer, poseer, admirar, dominar. Yo hago el amor con las
mentes, hay que follarse las mentes” dice un estiloso gay en Martin H. En
definitiva, el fin de las utopías, la mirada a distancia de su país o la necesidad de realzar valores como la
lealtad son algunas de sus tópicos, donde la palabra lleva la delantera.
Por
su parte, Campanella con un humor más fresco y la
emoción más palpable seduce también con sus historias particulares. La primera
de ellas es la última que llegó a Chile: “El mismo amor, la misma lluvia”
(1999), donde nos cuenta una historia de amor a lo largo de 20 años, pero que
más bien parece un pretexto para poder contar los cambios de la idiosincrasia
argentina durante ese periodo, con un infaltable sentido crítico. Pero es en “El
hijo de la novia”, “Luna de avellaneda” (2004) y “El secreto de sus ojos” (a
través de la cual Argentina obtiene su segundo Oscar), donde despliega su mejor
talento: una alta sensibilidad estética y argumentativa y el humor agudo. En
“El hijo de la novia”, por ejemplo, nos lleva a entender que precisamente es en
los detalles donde radica la gracia de vivir o En “El secreto de sus ojos”
donde la mirada se centra en un bien logrado suspenso, nos conmueve con los
ritos, el sentido de justicia y de las segundas oportunidades.
Publicado en Revista La Panera, junio 2011