Ese día quería estar sola y me fui a un bar donde los mozos ya me conocían y me trataban como de la casa. Cómodamente me instalé en una mesa con una revista de actualidad de hace dos meses y, sin darme cuenta, Iván estaba sentado frente a mí contándome pedazos de su vida.
No sé porqué Iván confiaba a una desconocida sus historias, si era evidente que le molestaba la gente y en especial las mujeres, pero después comprendí. No por misógeno, sino por herido. No quería y no podía tocarlas, porque todas le recordaban a Daniela, la uruguaya, su mujer por casi diez años.
Iván tenía 20 años cuando viajó a Montevideo a realizar una vida como escritor: vivir en un departamento pequeño e instalar una máquina de escribir; tener sus cigarros, pasar un poco de hambre y contar con una buena cafetera para las noches; vestir en lo posible bufanda y abrigo (como si los escritores no existieran para el verano), zapatos negros y andar siempre con un libro bajo el brazo.
En su cabeza no sólo llevaba sueños de escritor adolescente, sino también inseguridades y muchas, muchas imágenes de lo que sería la gran novela del siglo. Pero el tormento siempre buscaba la forma para calarse entremedio de sus axilas, entonces Iván no podía ser sólo un buen escritor, tenía que ser el mejor y eso, no era fanfarronería de bares, era su pesadilla.
Este pensamiento, recurrente, fantasmal, asfixiante provocaba una magia destructiva: el escritor se paralizaba. Iván perdía el rumbo y siempre dejaba para una hora después el sentarse a escribir. Esa hora que no llegaba nunca, mientras las ideas y las historias se iban agolpando en su mente, en su retina, en sus dedos y no salían; se atragantaban.
Cuando conoció a Daniela, Iván sintió que las puertas se le abrían, que la inspiración había llegado y sólo bastaba un empujoncito que le dijera al oído “ vamos, tú puedes”. Ella lo hizo, pero aunque pacientemente le susurrara “escribe, yo te escucho”, él iniciaba cuentos que nunca llegaban a puerto. Es que siempre había una historia mejor que la relatada la noche anterior. Así pasaron los calendarios, entre relatos a medio existir, pesadillas nocturnas y la receptividad de su mujer, que lo adoraba, pero no era suficiente.
Después Iván pensó que si bien con la presencia de Daniela habían llegado la energía, las palabras exactas, no tenía tiempo para decantar; que necesitaba estar solo para fluir, para por fin sentarse a escribir. Entonces, ella le consiguió una cabaña en la playa. Con una condición: “vos, regresás acá, con algo terminado. Te amo”.
Iván estaba feliz, una mujer como ella jamás la podría volver a encontrar. Y partió satisfecho.
Instalado en la cabañita prestada, respondiendo a sus intenciones de quinceañero, con comida suficiente para terminar al menos un cuento, Iván empezó a sentirse ahogado. La cabaña era muy chica para su gusto, y necesitaba recorrer la playa antes de sentarse a escribir. Lo hizo todos los días. Pero al llegar, siempre estaba hambriento, sudado, cansado y dormía hasta el otro día sin escribir nada. Iván no escribía nada. Y la pesadilla volvía a terreno: “ yo ya terminé y tú todavía no empiezas nada” le decían sus fantasmas. También volvía la angustia, ni siquiera el aire marino lograba reponer la energía, se sentía agobiado y el ahogo se hacía físico e imparable.
De regreso en el departamento, él no tenía otra explicación a su aridez literaria que el posible desmayo que pudo tener por la falta de aire, por la transpiración helada, por la polera pegada a la espalda. “ Cómo pretendes que escriba algo, si casi me muero” se justificó frente a su mujer que apretaba los labios y aguantaba las ganas de llorar.
“A vos qué te pasa –le dijo-, me creés una pelotuda. ¡Cómo no pudiste escribir nada si estuviste 10 días en un lugar bellísimo, sin pagar un mango y venís acá y me decís que casi te morís. Vos tenés otro problema Iván. No es la falta de aire entendés; es la falta de cojones, porque te da terror no escribir bien, porque te da terror darte cuenta que no vas a escribir la novela del siglo. Cortala che, cortala con la cancioncita”.
Iván sintió que le estrangulaban la médula y tras un grito incomprensible abrió la puerta y se fue. Se fue por una semana quién sabe a dónde.
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-¿Iván quieres una cerveza más helada?, le pregunto mientras me sigue contando su propia novela.
- No, -me responde con los ojos brillosos-, prefiero un ron.
-Ok, yo te invito, le digo.
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En un acto de coraje masculino, Iván se inscribió en la Facultad de Letras a estudiar. Con el pasar del tiempo sintió que él sabía más que sus propios profesores, por lo que se dio el gusto, sólo para él, de dar los exámenes donde tuviera asegurado el mejor puntaje y enrostrarles a sus “maestros” que él era mejor que ellos.
Lo que por un momento funcionó y se pudo sustentar románticamente, fue interrumpido por el embarazo de Daniela.
-“Será una nena y se llamará Maga; la maga de Cortázar. Ella vendrá con la novela bajo el brazo, ya vas a ver Daniela, cuando esa niña venga al mundo su padre estará en una editorial entregando la mejor novela del siglo”, le advirtió.
Y maga nació, pero la novela no, sólo relatos a medias.
“¿Iván, vos entendés que ahora con una nena, no podrás hacerte el macanudo y vas a tener que trabajar duro para mantenernos?”, le dijo Daniela mientras la niña succionaba uno de sus pechos en busca de la leche limpia.
Iván no lo dudó, él se sentía un padre responsable y no iba a defraudar a sus mujeres.
Pronto estaría trabajando en un diario, pero en el turno de noche. Por lo que la novela tuvo que esperar. Esperar años.
El frío de las madrugadas de regreso a casa se le fueron volviendo insoportables, ni el aire, ni el sueldo ni las mujeres que los esperaban en casa eran energía suficiente para mantenerlo contento y además darle ganas de escribir. Comenzó como el 99% de los mortales a vivir el rutinario día a día.
“ Daniela, vuelvo a mi país –le dijo una mañana aireadamente- Uruguay me tiene reventada las pelotas. No soporta más escuchar este tonito medio argentino. Además que este país no quiso darme la oportunidad de hacerme el escritor del siglo. Te vienes o no conmigo”.
Daniela preparaba sus cosas para ir a clases. Era verano, pero se congeló, se le quiso escabullir el aire y reventar el estómago, pero respondió “vos estás loco. Acá está mi gente, mi familia, mi trabajo ¡ No es culpa mía ni de mi país que no hayas sido capaz de escribir la novela que trajiste desde Chile¡¡ Boludo¡, no le echés la culpa a mi tierra, que te dio una hija, te dio a una mujer, te dio amigos, te dio trabajo. No es culpa nuestra que no hayas escrito nada, es culpa tuya entendés, entendés. Miráme cuando te hablo al menos. Cómo venís a decirme que me vaya si tú eres el que fracasó”.
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-“ Iván, ¿quieres un cigarro?” Le pregunto intrigada, por este hombre que tengo al frente, que no sé si se volvió loco o está esperando que abran el metro para tirarse después de contarme su vida.
-“No fumo, pero igual, te acepto un cigarro”, me dice poco convencido.
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A Maga no la vió por dos años, la llamaba todos los días, como si estuviera en la esquina observándola, oliéndola. Era su hija y sólo él sabía que la amaba más que la novela, más que cualquier sueño adolescente.
De regreso a Santiago, tras años de otras vivencias, olores, escenarios; con un país diferente, un país de los noventa; con una generación acelerada, distante, en otra, no pudo más que seguir la angustia. “Este país no lo conozco”, pensaba.
Pero aquí finalmente se sentó a escribir. Con ayuda de sus padres encontró un trabajo en una editorial como corrector de prueba. Mientras devoraba todos los libros que se iban publicando, él se daba por primera vez un par de horas para contar su historia. Una, que cambiaba de protagonistas, de ambientes, de intenciones. Era lo que quedaba, era lo que no había soñado y lo estaba escribiendo. El mayor alivio lo sintió cuando la pesadilla no apareció más. Cuando los pensamientos eran más nítidos: despertar a las 7:30 am. Estar a las 9 am en la oficina. Recoger los manuscritos. Revisarlos. Devolverlos. Escribir, escribir, escribir.
……………….
-¿Iván, acá encontraste a otra mujer o sigues vinculado a Daniela?- Le pregunto para soltar un poco el aire (por copuchenta en realidad).
-“Mira, no tengo tiempo, necesito trabajar ¿En qué minuto podría estar con una mujer? Además que ellas son como de otro planeta, las veo, las observo, pero no las encuentro. Están buscando a otros hombres. Las mujeres no me buscan a mí. ¿Sabes? Cuando llegué intenté buscar a una mujer para refugiarme en alguien, conocí un par de minas, pero todas son iguales, al final van a estar reclamando su terreno y a uno no lo pescan, nos pescan al comienzo, para conquistarnos, después no dejan de hablar de sus cosas, de sus prioridades. No, yo no tengo tiempo para andar con una mina-, me dice mirando fijo el vaso a medio terminar.
-¿Pero a Daniela le hablas?-, le insisto.
-Daniela..., ella está con otro tipo. Yo llamo a mi hija-, me responde.
Iván vino esta noche porque terminó su novela del siglo. Ya no le duele el estómago. Tiene los ojos cansados, rojos. No tiene euforia. No tiene ganas. Parece satisfecho, pero no responde ante mi llamado: - ¡Festejemos entonces!-, intento entusiasmarlo.
-¡Qué?! –me dice- ¡qué voy a festejar? Si me mandé más de diez años. Conocí a la mujer más maravillosa y no está aquí. Tuve una hija tremenda, genio, y no está aquí. Estoy en mi país y no lo conozco; estoy contigo y no te conozco y te cuento mi vida y te cuento a ti, que he terminado mi novela. ¿Qué vamos a festejar?-, me interpela.
-El tormento, Iván, el tormento vamos a festejar.