A veces siento que vivo en un país sin memoria. Y no lo digo porque en cada 11 de septiembre nos tengamos que remitir exactamente a ese día nefasto de hace 33 años atrás. No, porque ese día no nació de la nada. Y los días que vinieron después tampoco surgieron de la nada. Ese día fue el resultado de una muy mala ecuación.
Siento todavía las sirenas, cacerolazos, bombazos y los dolores de estómago de los años ´80. Tiempo en que yo no tenía más experiencia de país, de forma de vincularme socialmente, que lo que estaba viviendo. Y no me olvido.
No me olvido de los discursos de las marchas, no me olvido de los martes de Merino, no me olvido de las dramáticas muertes “ejemplificadoras” de la dictadura, no me olvido del dedo de Lagos, no me olvido del retorno de los exiliados, no me olvido de la alegría ya viene, no me olvido de la operación Albania, no me olvido de Matthei reconociendo el triunfo del No.
Pero tampoco me olvido de cómo esa enorme energía y entusiasmo que sentía yo como miles de jóvenes se fue frustrando con el transcurrir democrático. Primero, porque uno en teoría, viendo tanto dibujo animado o seriales de televisión, pensaba que los malos siempre perdían, que los malos se castigaban cuando hacían daño y no que se negociaban sus errores, menos matanzas, torturas, asesinatos y robos.
Pero ésa es una parte de la historia, pues paralelamente, aunque no todos se acuerden de todo, va quedando en el inconsciente nacional esa especie de status quo por pánico a volver a esos años de dictadura, cuando el papá Estado castigó a sus infieles hijos-ciudadanos. Y recuerdo entonces, la frustración al escuchar al encargado de comunicaciones del primer gobierno democrático, don Eugenio Tironi (hoy conocidísimo sociólogo de las comunicaciones) diciendo que la política comunicacional era NO COMUNICAR. Y dijo eso, precisamente, en un momento en que los chilenos necesitaban refrescarse con nuevos conceptos y pensar de manera distinta, escuchar al “Estado” hablar y defender su nuevo ideario, pero no fue así.
Tampoco me olvido del primer discurso de Ricardo Lagos, el 21 de mayo del año 2000 que escuché mientras manejaba por una angosta y oscura carretera. Ese paisaje un poco claustrofóbico no tenía nada que ver con la promesa de que en Chile ningún joven dejaría de ir a la Universidad por falta de recursos. Pero no fue así, ya lo vimos.
Y traigo a la luz todo esto, porque lo que está pasando hoy en nuestro país y lo que puede seguir pasando, no es casualidad, no viene de la nada. Es el resultado de, ni siquiera promesas incumplidas, sino más bien, de haber querido silenciar de una elegante y sincronizada manera a este país durante todos estos años (con un bombardeo de programas de televisión insulsos y la muerte de una serie de medios de comunicación escritos que informaban), convencer a la gente de que se conforme con las míseras posibilidades que tiene de surgir, porque el riesgo de perder la democracia es demasiado alto. A lo que voy realmente, es que a este país lo han achatado, aplastado ideológicamente todos estos años de democracia y la gente se está hartando. Su nivel de deudas, frustración, falta de oportunidades y además siendo testigo un Estado rico, lo están removiendo por dentro y, cada vez más, por fuera. Lo que lamentablemente siento que viene es una verdadera explosión social, donde los que reclamen ya no se conformarán con simples discursos disuasivos, sino sólo con hechos y soluciones concretas. Y, si la minoría que hoy tiene el poder no entiende esto y se sigue mirando el ombligo como hasta ahora, darán forma a otro lamentable día histórico. |